Mis amigos se dividen entre a los que les interesa la política y a los que no. En ocasiones, prefiero a unos, en otras ocasiones a los otros. El hecho es que no podría vivir sin alguno de los dos grupos: si desaparecieran los primeros sentiría mucho no tener con quien discutir sobre asuntos que considero fundamentales para la humanidad, pero sobre todo dejaría de aprender de ellos; si desaparecieran los segundos, no tendría un espacio de relajo y la oportunidad para tomarme las cosas un poco menos en serio.
Hay días en que pienso que es irresponsable no interesarse en política, hay otros días en que creo que cada quien es libre de interesarse por lo que quiera y ciertamente la política es bastante monótona y las personas tenemos cosas más importantes por hacer. El primer tipo de días coinciden con mi personalidad impetuosa y decidida a cambiar el mundo, el segundo tipo de días, en cambio, encuentra al yo más espontáneo, al que su capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas (como cantaba Mercedes Sosa) le hace plenamente feliz.
Hoy parece ser un día del primero tipo, aunque, al ser consciente de mi (casi) bipolaridad, intentaré moderarme.
Creo que uno puede mantenerse prudentemente alejado de política (tal vez incluso, debería hacerlo) pero sin que ello signifique no interesarse en absoluto por ella. Eso porque a todas las personas que convivimos con otras personas en una sociedad debe interesarle sino la situación de los demás miembros si al menos de los más cercanos.
Esto incluye a sus hijos, sus hermanos o a sus padres, también a sus abuelos, a sus tíos o a sus primos. Acaso, ¿no les interesa que les puedan matar mientras intentan robarles? O sino algo más material, ¿no les interesa ganar más dinero en sus remuneraciones, hacer más dinero como empresario y vivir mejor?
Esto es lo mínimo, ¿no?
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