Mi amigo Joel Campos, a propósito de un post,
respondía que “ha sobrevivido por una cualidad que las Constituciones poseen,
su ductibilidad”[1]. Yo
empezaría anotando que nada más preguntarnos por qué sobrevive la
Constitución que gobierna nuestra sociedad debería ser motivo de vergüenza.
“Sobrevivir” parece un objetivo de los soldados en guerra, de los niños con
desnutrición crónica o de los indigentes, y no de una Norma Suprema. ¿Por qué
nuestro pacto social creado y aprobado por el
sacro-poder-constituyente-del-pueblo tiene que andar arrastrando su existencia?
Precisamente, hace un mes se cumplieron 20 años del día que nos revela gran
parte de la respuesta que buscamos, me refiero al 5 de abril de 1992. Este
hecho preparó las condiciones para un Congreso Constituyente Democrático en el
que ningún partido político, salvo el Partido Popular Cristiano, participó por
considerarlo un aval a la dictadura. Se elaboró así la Constitución que perdura
hasta nuestros días, sin partidos, sin democracia, con votación ligeramente
favorable al “Sí”, en un contexto de crisis económica y de guerra interna con
el terrorismo que concentraba el poder en el neo-populista Fujimori. Una
Constitución fraudulenta en su origen mismo. La pregunta es por qué luego de la
crisis y caída del gobierno no se cambió la Constitución.
Al inicio Campos decía que era por su ductibilidad. Tiene en
mente, sin duda, el aporte del Tribunal Constitucional en la interpretación de
sus normas por medio de la cual ha desarrollado derechos fundamentales, ha
esclarecido los límites del poder y ha ordenado, en buena cuenta, el Estado de
Derecho. De un modo pesimista, podríamos decir también que este organismo inconscientemente ha soliviantado un impulso de reforma que hubiera
fluido con naturalidad en caso de no haber permitido cierta evolución de los
derechos fundamentales. Se trataría, pues, en el extremo de la paranoia, de una actividad reaccionaria. Aún así, me parece todavía una respuesta insuficiente.
Que la Constitución permanezca casi intacta desde la crisis del gobierno, y
pese al movimiento social que destituyó a Fujimori, encuentra como principales
responsables a la clase política y a los poderes de facto, específicamente el
poder económico. La primera por la incapacidad para traducir el movimiento
social en el inicio de una nueva etapa constituyente o en una reforma
sustancial, pese al honesto esfuerzo del Grupo de Trabajo para la Reforma
Constitucional en el 2004 en el que participaron personalidades de la talla de
Valentín Paniagua y Henry Pease. El segundo por tener intereses comprometidos
directamente con el mantenimiento de las reglas que consagran el ultra-mercado para
lo que hicieron uso de influencias y medios de comunicación.
Finalmente, la cultura política ha sido y es indiferente al Estado de
Derecho, y está sellada por la hegemonía del individualismo. Todo ello sigue
contribuyendo al inmovilismo. No existe una conciencia colectiva sobre la
importancia de una Constitución que sea fruto de un amplio consenso, tiene que
ver con el bajo nivel de educación pero también con la desconfianza en la
democracia. ¿Será capaz nuestra generación de marcar la diferencia?
[1]
A grandes rasgos, la ductibilidad es
una característica de las normas constitucionales que denota el margen de
discrecionalidad con que cuentan los intérpretes jurídicos al momento de
aplicarlas. La Constitución, como diría Konrad Hesse, no es una norma que se
aplica con la fórmula de “esto o lo otro” sino más bien de “en qué medida esto
y en qué medida lo otro”.
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