domingo, 6 de mayo de 2012

¿Por qué sobrevive la Constitución de 1993?




Mi amigo Joel Campos, a propósito de un post, respondía que “ha sobrevivido por una cualidad que las Constituciones poseen, su ductibilidad”[1]. Yo empezaría anotando que nada más preguntarnos por qué sobrevive la Constitución que gobierna nuestra sociedad debería ser motivo de vergüenza. “Sobrevivir” parece un objetivo de los soldados en guerra, de los niños con desnutrición crónica o de los indigentes, y no de una Norma Suprema. ¿Por qué nuestro pacto social creado y aprobado por el sacro-poder-constituyente-del-pueblo tiene que andar arrastrando su existencia?

Precisamente, hace un mes se cumplieron 20 años del día que nos revela gran parte de la respuesta que buscamos, me refiero al 5 de abril de 1992. Este hecho preparó las condiciones para un Congreso Constituyente Democrático en el que ningún partido político, salvo el Partido Popular Cristiano, participó por considerarlo un aval a la dictadura. Se elaboró así la Constitución que perdura hasta nuestros días, sin partidos, sin democracia, con votación ligeramente favorable al “Sí”, en un contexto de crisis económica y de guerra interna con el terrorismo que concentraba el poder en el neo-populista Fujimori. Una Constitución fraudulenta en su origen mismo. La pregunta es por qué luego de la crisis y caída del gobierno no se cambió la Constitución.

Al inicio Campos decía que era por su ductibilidad. Tiene en mente, sin duda, el aporte del Tribunal Constitucional en la interpretación de sus normas por medio de la cual ha desarrollado derechos fundamentales, ha esclarecido los límites del poder y ha ordenado, en buena cuenta, el Estado de Derecho. De un modo pesimista, podríamos decir también que este organismo inconscientemente ha soliviantado un impulso de reforma que hubiera fluido con naturalidad en caso de no haber permitido cierta evolución de los derechos fundamentales. Se trataría, pues, en el extremo de la paranoia, de una actividad reaccionaria. Aún así, me parece todavía una respuesta insuficiente.

Que la Constitución permanezca casi intacta desde la crisis del gobierno, y pese al movimiento social que destituyó a Fujimori, encuentra como principales responsables a la clase política y a los poderes de facto, específicamente el poder económico. La primera por la incapacidad para traducir el movimiento social en el inicio de una nueva etapa constituyente o en una reforma sustancial, pese al honesto esfuerzo del Grupo de Trabajo para la Reforma Constitucional en el 2004 en el que participaron personalidades de la talla de Valentín Paniagua y Henry Pease. El segundo por tener intereses comprometidos directamente con el mantenimiento de las reglas que consagran el ultra-mercado para lo que hicieron uso de influencias y medios de comunicación.

Finalmente, la cultura política ha sido y es indiferente al Estado de Derecho, y está sellada por la hegemonía del individualismo. Todo ello sigue contribuyendo al inmovilismo. No existe una conciencia colectiva sobre la importancia de una Constitución que sea fruto de un amplio consenso, tiene que ver con el bajo nivel de educación pero también con la desconfianza en la democracia. ¿Será capaz nuestra generación de marcar la diferencia?


[1] A grandes rasgos, la ductibilidad es una característica de las normas constitucionales que denota el margen de discrecionalidad con que cuentan los intérpretes jurídicos al momento de aplicarlas. La Constitución, como diría Konrad Hesse, no es una norma que se aplica con la fórmula de “esto o lo otro” sino más bien de “en qué medida esto y en qué medida lo otro”.

miércoles, 7 de marzo de 2012

La izquierda rojiverde y la lucha por el agua en el Perú*

Foto de Esteban Benavides del Colectivo Supay (http://lamula.pe/2011/12/13/conga-la-marcha-alrededor-del-agua-2/lamula)

(*) Publicado en Política & Rock de Chile

Aproximadamente veinte mil personas se manifestaron el 10 de febrero en el centro de Lima en el marco de la Marcha Nacional por el Agua respaldando a los comuneros que iniciaron la caminata hacia la capital el 1 de febrero desde Cajamarca, sierra norte del país. La cantidad de participantes es alucinante para una sociedad como la peruana políticamente adormecida por años (cortesía de Alberto Fujimori) y no exagero cuando digo que no se ha visto semejante despliegue desde la Marcha de los 4 suyos.

El enorme proyecto minero Conga, que representa una inversión de 4 mil ochocientos millones de dólares, ha sido el detonador de este movimiento social. Por un lado, el proyecto no cuenta con la legitimidad del pueblo cajamarquino que lo considera una potencial amenaza para el medio ambiente y, por otro lado, el estudio de impacto ambiental, que dio el visto bueno estatal, ha sido el blanco de serios cuestionamientos desde el propio gobierno a través del Ministerio del Ambiente.

El proyecto se encuentra suspendido desde el paro regional de diciembre del año pasado y el gobierno se ha comprometido a realizar un peritaje internacional para evaluar nuevamente el proyecto (aunque no se contempla siquiera la posibilidad de declarar inviable el proyecto). Así, la Marcha del Agua fue convocada para hacer el contrapeso político a la posición defendida por el gobierno y la empresa minera, y, valgan verdades, ha sido un éxito de principio a fin: convocó a partidos y movimientos políticos, nacionales como regionales, a colectivos ciudadanos y, sobre todo, movió a las calles a jóvenes de entre 15 y 30 años, trayendo consigo alegría a la lucha ciudadana y sembrando esperanzas de cambio (video aquí).

El éxito de la marcha ha levantado un interesante cuestionamiento: ¿estamos en presencia del nacimiento de una izquierda ecologista en el Perú? Todavía parece demasiado pronto para responder afirmativamente pese a que incluso sectores de derecha muy críticos reconocen potencial en este movimiento. Por el momento, se puede constatar que la retórica ecologista de la Marcha del Agua no propone sólo sutilezas de “capitalismo verde” como responsabilidad social, ecoeficiencia o reformas institucionales. Todo lo contrario, propone una crítica decidida al modelo extractivista, a la acumulación indefinida de capital que fomenta el consumismo y que deviene en depredación del medio ambiente.


Hasta ahí llegado por el momento la crítica frontal de grupos como Tierra y Libertad, organización política liderada por Marco Arana, y una de las participantes de la Marcha del agua. Quedan pendientes la propuesta y puesta en marcha de una alternativa al modelo económico denostado, es decir de una economía de reproducción simple que permita reducir los niveles de consumo de los recursos naturales y minimice la producción de desechos, lo que se conoce como “producción ecológicamente sostenible”. He ahí el reto.

La política del derecho


“No soy de izquierda, pero no me identifico con la derecha” – decía el presidente Ollanta Humala algunos días atrás, tratando de sentar una imagen de pragmatismo tan bienvenida por estos lares. Lo mismo diría el sistema jurídico si, humanizado, pudiera pensar y hablar, pues la aspiración más resuelta del Derecho como ciencia jurídica es precisamente la neutralidad, aquella que más que distinguirse de derechas e izquierdas pretende ubicarse por encima de ellas. Esta característica parece teñir de un color etéreo el sistema jurídico y consigue inflar los pechos de orgullo intelectual a los jurisconsultos.
Antes que preguntarnos sobre si eso está bien o mal, hace falta establecer si es real o no; mi hipótesis es que no. En el momento de su creación, al menos, parece claro que es todo menos neutral. El Derecho no se crea dogmáticamente, es decir no abraza una coherencia biológicaentre las instituciones jurídicas en donde el legislador-jurista estudia el orden jurídico natural y lo expresa a través de las leyes; la dogmática sirve en el mejor de los casos sólo para estudiar el Derecho. Las normas jurídicas se crean en congresos compuestos por fuerzas políticas elegidas por la población o, en su versión más “eficiente”, por el gobierno de turno a través de decretos legislativos. En ambos casos son producto de la correlación de fuerzas políticas, de los objetivos políticos de largo plazo como de la coyuntura, de los consensos pero también de las victorias de la mayoría.
En el momento de su aplicación esta discusión se torna más interesante. Una vez creado el Derecho “adquiere existencia propia”, según enfatizan nuestros profesores en los primeros años de la carrera, y la “razón de la norma” o ratio legis pasa a ser una de las formas más usadas de interpretación jurídica (¿por el resto de nuestras vidas profesionales?). Pero, debido a su forma de creación, la aplicación neutral o apolítica del Derecho es solamente una ficción.
Por ejemplo, una aplicación aséptica de leyes burguesas o socialistas, en el plano objetivo, genera inevitablemente acción política en una determinada dirección, y en el plano subjetivo, la actitud debe ser calificada de política en la medida de que devela un compromiso con el statu quo, es decir con los valores que estas normas defienden (que esta actitud pueda ser inconsciente no interfiere con su carácter político).
La Constitución por su esencia particular es la norma que cede al intérprete el mayor espacio para una actividad jurídica que se admita política, aunque ciertamente no la única (leyes y reglamentos están incluidos). La interpretación del Derecho con fines políticos fue anotada por primera vez por el italiano UgoRuffollo en 1973[1], y Nestor Pedro Sagüesutiliza este concepto para entender la interpretación constitucional[2]. El planteamiento puede resumirse en que la Constitución de valores burgueses (se utiliza el ejemplo de la Constitución italiana de 1948) puede ser interpretada para proteger a las clases proletarias.
Esta lectura dista de ser pacífica pues saltan a la vista serios cuestionamientos: la Constitución como idea de consenso, el Estado de Derecho o el Estado Constitucional y sus límites, la actuación del juez en los límites de lo legal y el prevaricato, la politización de la judicatura, entre muchos otros.
El uso alternativo del derecho se acerca, de un lado, a la escuela del realismo legal donde el Derecho es sólo un medio para satisfacer intereses particulares o colectivos (pudiendo ser estos buenos o malos), y, del otro lado, al neoconstitucionalismo donde los principios heterodoxos de interpretación constitucional permiten un amplio margen para la realización de una justicia sustantiva basada en la dignidad humana y los derechos fundamentales, pero siempre dentro de los confines del derecho.
Por mi parte, creo que mantenerse dentro de “los confines del derecho” es un camino seguro para el uso alternativo del derecho y no deja razones para pensar que cumple una función negativa. Por el contrario, interpretar el derecho socialista con fines burgueses o el derecho burgués con fines socialistas parece una necesidad ética para el hombre político, ¿por qué sino puede un jurista ponerse creativo para interpretar el derecho a favor de sus clientes, algo comúnmente aceptado, y no a favor de los valores políticos en los que cree?

lunes, 19 de diciembre de 2011

Reformismo no revolucionario




A los más grandes no les (¿nos?) gusta lo revolucionario, pues es, digamos, demasiado desconsiderado  para sus veteranos tímpanos.

A los más jóvenes, en cambio, les (¿nos?) encanta, es como poesía que enciende sus esperanzas en un mundo mejor.

¿Estamos en presencia de dos posiciones irreconciliables? Probablemente. Tampoco tiene por qué ser malo, es la natural tensión de la Verdad, el fuego de Heráclito.

Pero, basta de fuegos. La democracia moderna (¡qué linda!) nos ha dado espacios de encuentro dentro de sus instituciones. Ese tipo de órganos en que viejos y jóvenes, conservadores y revolucionarios, pueden encontrar coincidencias.

Estoy hablando del Tribunal Constitucional y de la Defensoría del Pueblo. Ambos dos (como diría un amigo, consciente de su error) son órganos que abren ventanas al reformismo más radical sin amenazar la institucionalidad consolidada. El primero a través de la interpretación de la Constitución, la segunda a través de su autoridad moral y política.

En estos días comienzan a colocar en la agenda pública la elección de magistrados al TC y la del Defensor del Pueblo. Al parecer el Congreso prepara los nominados para los próximos meses, y no parece ser algo que podamos descuidar.

De esta elección depende en gran medida la flexibilidad con que podrá actuar el precario Estado peruano –valga la redundancia- para enfrentar los problemas más difíciles en los próximos cinco años, aquellos precisamente en que los movimientos sociales cuestionan al sistema desde sus raíces (cof cof, ¿alguien dijo Conga?). Ya va siendo hora de que nos compremos los pleitos. A tiempo. Y en serio.

martes, 1 de noviembre de 2011

Constituciones vanguardistas para el Tercer Mundo*


(*Columna publicada en: Política & Rock de Chile)

En Latinoamérica una Constitución es percibida como un texto con un montón de derechos y principios, que en el mejor de los casos es una declaración de ideales que desde el colegio algunos profesores insisten en decir que es la ley más importante de nuestro país (¿qué clase de ley tan importante puede ser incumplida siempre? –rebatían inmediatamente nuestras mentes infantes); y en el peor de los casos, un texto sin valor alguno que ni siquiera conocemos. Grosso modo diría que estos son los dos tipos de percepción más comunes en el Tercer Mundo, donde la ciudadanía plena es una aspiración con las justas.

Bolivia y Ecuador representan dos casos estupendos en el estudio de la Constitución y la realidad sobre la que se aplica. Ambos países latinoamericanos han promulgado hace no más tres años nuevas Constituciones que han entrado en vigor como resultado de procesos que yo calificaría de revolucionarios.

Como carezco de un conocimiento siquiera decente de la política interna de esos países, no me atrevería a hacer un análisis acerca de cómo viene operando cada Norma Suprema en sus respectivas realidades. Apenas me propongo, luego de una revisión de sus capítulos en Derechos Fundamentales, mostrar algunos de sus aspectos más adelantados.

En las dos Constituciones se reconoce como un derecho fundamental el derecho al agua en el entendido de que es vital para la salud y sustento económico de los pueblos, así como por la conservación del medio ambiente. Otro de los derechos reconocidos son el de la comunicación, en el más amplio sentido, que establece el rol de los medios de comunicación cuya propiedad debe mantener un carácter plural, así también se le otorga una función educativa y respetuosa de la interculturalidad; y el derecho a la ciencia, la cultura y la investigación, en el que el Estado asume el deber de dar políticas públicas que promuevan estas áreas en beneficio del interés general.

Los derechos sociales clásicos son repotenciados al reformularlos en clave de dignidad del ser humano y de interculturalidad (valor fundamental en sociedades heterogéneas). El derecho al trabajo alude a las condiciones mínimas en que debe prestarse, los beneficios sociales, la no discriminación, los jóvenes en el trabajo, las mujeres embarazadas y sus descansos, los sindicatos y diversas garantías para su práctica, etc. Otro tanto puede decirse de los derechos a la salud y a la educación, cuyo ensalce de la medicina ancestral en el primer caso y la enseñanza intercultural bilingüe en el segundo, son una muestra de aspectos muy de avanzada en el desarrollo de los derechos fundamentales, en consonancia con el desarrollo teórico pero sobre todo con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Por último, habría que mencionar los apartados especiales que hacen ambos textos cuando tratan el tema de grupos minoritarios entre los que se encuentran las mujeres embarazadas, los adultos mayores, los jóvenes, los discapacitados, los niños, niñas y adolescentes, los presos, los enfermos terminales y los inmigrantes. A cada uno de estos grupos se les reconoce un abanico de derechos y garantías que suponen una auténtica reivindicación en el más alto nivel jurídico. Mención aparte merecen como colectividad los pueblos o nacionalidades (categoría aún mayor, con una capacidad enorme de ser explotada por la interpretación de los jueces), a los que le son reconocidos los derechos a su territorio, a la consulta previa sobre los actos que puedan afectar su territorio, a la participación política en todos los niveles del Estado, entre muchos otros.

Se trata concluyentemente de Constituciones de vanguardia en materia de protección de derechos fundamentales así como de reivindicación de grupos minoritarios. Estamos en presencia de dos textos en el que el pluralismo constitucional ocupa un lugar central, y que deberían inspirar otros textos en la región, especialmente en países con sociedades fragmentadas.


Pero luego del elogio al texto, viene la pregunta importante: ¿cuánto puede hacer una Constitución para conseguir una sociedad más justa verdaderamente? Aventuro respuesta: bastante aunque no todo. O sea, es una gran herramienta que requiere de estupendos operadores, así de fácil. Si las cosas van mal con ambos países de seguro que no es culpa de sus Constituciones, por el contrario, podrían ir peor sin ellas.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Permiso para soñar


¿Cuándo comenzamos a creer que soñar es menos que hacer? Tal vez algún momento de la historia nos amenazó con hacer, construir, aplicar, crecer. No tuvimos ni que obedecer, nunca conocimos reglas distintas, no tuvimos siquiera la opción. Tal vez fue 1989, no lo sé.

Está bien, no está mal. Algunas cifras son demasiado contundentes para que un juvenil desafío las ponga en duda. Hay pragmatismo que debe hacerse, hay quienes son excelentes en el menester, hay riqueza que aprovechar. Digo nada más, hace falta una dosis de alma.

Gran suerte para algunos de nosotros nacer en una tierra que nos reta constantemente. Que nos permite ver al otro lado de la vereda un mundo distinto. Una forma de vivir, de pensar, de comer, de ponerse los zapatos. Una multiculturalidad que nos pega bofetadas a la conformidad. Disfrútala.

Si a esa estupenda técnica que abunda incorporamos sueños, adquieren sentido nuestras acciones. Transformamos y no sólo accionamos. Vidas, ilusiones, sonrisas de gentes bien valen la pena.

No dejes a tu vida insomne, duerme, sueña.

jueves, 4 de agosto de 2011

El antichilenismo peruano





¿Saben los chilenos que a los peruanos nos fascina llamarlos “rotos”? No lo digo con sorna sino con pena, detrás radica una evidente xenofobia. Es triste pero cierto que cultivamos y cosechamos nuestro nacionalismo a través de odios. En el fondo, la propia búsqueda de identidad nos obliga a buscar adversarios, porque ¿qué es la exclusión si no el reverso de la identidad?


Tampoco es que lo hayamos inventado, este fenómeno debe encontrar sus raíces en la misma condición humana, y el nacionalismo es sólo una forma histórica en que éste se ha expresado. Ciertamente, ¿qué sería de la nación francesa sin Alemania, de Taiwán sin China, de España sin los árabes, de Latinoamérica sin España? Sé que caigo un poco en el escepticismo schmittiano, pero lo amerita.


Entonces comienzo así: ¿qué sería de la nación peruana sin Chile? O, más precisamente, sin la guerra con Chile, completo mejor, sin la derrota en la guerra con Chile. No puedo decir que nada, pero tampoco que mucho. Hemos construido históricamente nuestro nacionalismo por la vía rápida, la vía del odio y el resentimiento. No es casualidad que nuestro cántico preferido durante un partido de fútbol de la selección (no necesariamente contra Chile) sea “el que no salta es un chileno maricón”, o que hayamos celebrado a gritos y vítores los goles de Venezuela en los cuartos de final.


No debe sorprender que uno de los hitos constitucionales de nuestra era republicana sea el discurso que el grandioso pensador peruano, Manuel Gonzáles Prada, diera en el Politeama en 1888, casi diez años después de la guerra del Pacífico, llamando a los peruanos al levantamiento, evocando todavía que “la mano brutal de Chile despedazó nuestra carne y machacó nuestros huesos” con el objeto de conmover al auditorio.


Decía pues, que hemos buscado la vía rápida y la hemos transitado felices sin preocupación, en desmedro, lamentablemente, de la mejor vía, que es la imponente cultura de la que vivimos rodeados pero que nos rehusamos a abrazar. Las generaciones de peruanos andan por la vida transmitiendo ese absurdo en nuestras casas, en nuestras escuelas, en nuestros barrios. Esa bendita guerra de hace más de un siglo sumada a las vicisitudes naturales entre países vecinos nos ha perseguido sin fatiga hasta nuestros días.


Las autoridades de ambos países, no obstante, vienen tomando desde hace algún tiempo decisiones para mejorar las relaciones políticas, al punto que hoy se puede hablar de una relación amistosa entre ambos países. Es cierto que hay todavía generales zopencos que tienen clavado en el alma el antichilenismo, como ocurre lo propio del otro lado; pero, en mi opinión, las autoridades parecen haber comprendido que la gran inversión chilena en tierra peruana, y la inversión e inmigración peruanas en Chile, dependen mucho de que se mantenga una sólida relación.


Me parece, no obstante, que hemos llegado al límite del éxito de nuestras relaciones dentro de las condiciones actuales. Hoy, ya no es posible avanzar más en la relación Perú-Chile, si no desterramos de una vez y para siempre ese virus “anti” que ha hecho de nuestra sociedad su hábitat. Estamos tocando techo, el único paso posible por dar, según los manuales, es la integración, y para ello hace falta un cambio abrupto en la educación en todos los niveles. ¿Seremos capaces? Y esta última pregunta está dirigida a los chilenos también.